Hoy
número XIII de la serie, y como no podía ser de otra manera, es el turno del
gafe o cenizo (la línea que los separa es casi inapreciable).
No
tengo la menor idea de si está comprobado científicamente o si existen estudios
al respecto, pero lo cierto es que hay personas que atraen la mala suerte para
sí o para los demás. Si nos ponemos a pensar un rato, nos daremos cuenta de que
en nuestro entorno (familia, amigos o conocidos) existen personas así; siempre
encontraremos a gente cercana que le ocurran cosas malas o cuando menos
extrañas. Ignoro la razón. No sé si se debe a una cuestión genética, a una
maldición o un mal de ojo, - lo de casualidades de la vida no deja de ser una
broma al porque la casualidad es esporádica y dispersa - pero hay gente que parece
llevar todas las papeletas para que el infortunio se cebe con ella. No estoy
hablando de aquella que tiende a buscárselo o que con sus actitudes lo provoca.
Hablo más bien de esas almas cándidas que lo atraen sin comérselo ni bebérselo
como por ejemplo el fulano al que la paloma “le pinta al oleo” la gabardina, el
mengano que por instantes siempre pierde el autobús o ve como se cierran las
puertas del metro ante sus narices, o el zutano al que en todos sus trabajos le
ha tocado aguantar a un jefe cabrón. Tipos, en apariencia normales, encantadores
muchos de ellos, pero gafes o cenizos de narices.
El gafe
o cenizo
No
es muy abundante y rara vez tienes la ocasión de confirmarlo si no coincides
con él varias veces y en diferentes situaciones. Los viajeros gafes tienen eso
que se llama mala suerte. Parece que la fortuna se ha reído de ellos. En el
avión siempre les toca en el asiento de al lado alguien sobrado de quintales
que le encajonará durante las horas, (a veces muchas), de vuelo, creándole una sensación cercana a la claustrofobia, como si en lugar de un avión
estuviese en la celda de castigo. Nunca pueden disfrutar de la compañía de
alguien agradable – suele tocarles al lado el niño caprichoso y llorón, el
maleducado, el soso, el guarro – . Jamás conocerán al amor de su vida a
diez mil metros de altura.
Si
por un casual un compartimento de equipajes está mal cerrado y en un vaivén
comienza a vomitar bolsos, ordenadores, abrigos y bolsas del duty free, será justo
el que tiene sobre su cabeza, la cual tendrá ocasión de testar (y nunca mejor
dicho) la dureza y rigidez de todos esos bultos.
En
la aduana, sin saber cómo ni por qué, siempre elige la fila en la que los
tramites se demoran más. Cuando llega a la cinta de recogida de equipajes, -que
ya permanece semi vacía porque todos aquellos que no le siguieron cuando eligió
cola, hace tiempo que abandonaron el aeropuerto,- observará, primero con cara
de asombro, luego de mosqueo y finalmente de resignación, que su maleta, bien
por timidez o inoperancia de las empresas de handling, ni está ni se la espera.
Algo, por otro lado, que apenas le inquieta porque la costumbre de que le
pierdan la maleta casi lo da por hecho al no ser la primera vez ni la segunda ni la tercera ni la cuarta…que
le pasa. Eso le ha convertido en un verdadero experto en reclamar equipajes que
le permite no dejarse vacilar cuando el personal que le atiende le cuenta una
milonga porque en realidad no tiene ni puta idea dónde está su equipaje.
El
viajero gafe se toma las cosas estoicamente. Da la sensación de estar
inmunizado emocionalmente para cualquier contratiempo que ocurra. Si un
ascensor del hotel se para, le pillará dentro. En lugar de agobiarse, abrirá un
libro y se pondrá a leer o, si ve que la cosa va para largo sacará una baraja y
te invitará a jugar una partida de bridge. Cuando por fin llega a su habitación
se dará cuenta de que le han dado la llave equivocada o no la han activado y
deberá volver a recepción a que le proporcionen la adecuada. Ya en la
habitación comprobará que en la hotelería mundial debe haber un gran problema
con el aire acondicionado o con la calefacción porque siempre está helada, tan
helada que la imagen del televisor siempre le sale congelada no pudiendo ver nada
y para entretenerse tiene que conformarse, si no ha llevado algo de lectura,
con leer la carta del servicio de habitaciones, el folleto del hotel o la guía
telefónica.
El
viajero gafe parece tener un imán para la comida y la bebida. Cualquier líquido
o alimento que por efecto de una torpeza haya perdido el equilibrio
invariablemente acabará en él, especialmente aquellos platos en los que abunden
las salsas o grasas que harán hacer horas extras a Don Limpio o a los payasos
de Micolor: la tostada ya sabe por qué lado va a caer.
Medio
de transporte que utilice siempre se retrasará: un pinchazo, la junta de la
trócola, una tormenta repentina, una manifestación… cualquier incidente le
pilla cerca, bien de forma aislada, o todos a la vez.
La
climatología extrema se ceba con él. Le llueve en la playa o le nieva en
la montaña, o se derrite la que hay
cuando va a esquiar. Nunca llueve a gusto de él. Tampoco tiene suerte con la
fauna a la que atrae como atrae a los tropes. Si hay un perro rabioso le
morderá, los insectos harán festín de él y si se encuentra en un safari no
alcanzará a ver más que cuatro pajarracos o varias hileras de hormigas.
Su
apellido debería ser overbooking, una palabra que sabe perfectamente que
significa y que por esos azares de la vida experimenta con frecuencia sin
comérselo ni bebérselo.
Todo
lo desagradable que le pueda pasar a un viajero, le pasará a él, de forma
reiterativa, implacable e inevitable. Pero eso no le impedirá seguir
disfrutando del viaje, con serenidad, con templanza. Un estoico, vamos.